NO
TE VENGUES EN CALIENTE
No
me considero una vieja, ni mucho menos. Como siempre digo a las pocas amigas
con las que ya me relaciono, soy una jovenzuela de cuarenta y cinco añitos, y
bien orgullosa que estoy.
No
me considero una vieja, pero reconozco que hay días en que me siento mayor de
lo que debiera. Me casé tarde, bastante tarde para la norma, pero estoy
orgullosa de haber esperado a los cuarenta, y, sobre todo, de haberme asegurado
de que encontraba al hombre de mi vida.
Mi
príncipe azul me dio todas las comodidades del mundo, cambió las jornadas
interminables trabajando de camarera por jornadas aún más interminables en
casa, pero no me quejo, en realidad no hago mucho y lo hago cómo y cuándo
quiero, pero mis quehaceres diarios se redujeron a tener impecable nuestra casa
y preparar la comida de todos los días.
En
el primer año de casados salíamos a comer fuera todos los fines de semana, pero
ahora ya ni recuerdo cuándo fue la última vez que salimos. La situación
económica no está muy boyante que digamos, y tratamos de ahorrar para los malos
momentos. Mi pobre Enrique es el que cada día echa más horas de trabajo; yo
sigo echando las mismas.
Lo
que más lamento es que mi vida rutinaria fue haciéndose más y más insulsa, y
aunque no lo creáis, cuando ya apenas tienes nada que contar, hasta las
amistades van desapareciendo como el humo de la olla exprés.
Por
suerte aún me queda mi querida Rocío. Sé que ella jamás me abandonará porque
tenemos unas vidas tan parecidas que nuestras diarias llamadas telefónicas son
lo único que nos mantienen unidas e ilusionadas con atrevernos cualquier día de
estos a salir y volver a comernos el mundo. Al menos, eso pensamos las dos.
Rocío
vive en la otra parte de la ciudad, en la zona más acaudalada, y frente a su
precioso apartamento tiene un hotel de lujo que ha llegado a convertirse en su
mayor entretenimiento: es como la vieja el visillo, pero en guapa y
joven. Y a mí me encantan las historias que me cuenta, esas historias que la mayoría
suelen ser inventadas porque no tiene forma humana de saber quiénes son o qué
vida tienen los huéspedes que entran y salen del hotel. Pero a mí me gusta cómo
las cuenta. Bueno, no todas.
—Puri…
me temo que las sospechas que teníamos…—Rocío hizo una pausa que me dejó
esperando sin respirar unos segundos que parecieron eternos—… quedaron
confirmadas anoche…
—¿Estás
segura? ¿Segura de verdad?—le pregunté con la voz ya ahogada en mis lágrimas.
—Cariño,
lo siento, pero lo vi salir del hotel acompañado de esa mujer…—el tono de Rocío
me dio a entender que estaba preocupada por mi estado—¿Estás bien? ¿Necesitas
que vaya a verte?
—No
te preocupes, cariño—dejé de dar vueltas a la masa para el hojaldre de la cena.
Me imaginé la cara sonriente y complacida de mi Enrique al salir del hotel—Solo
necesito estar a solas para aclarar mis ideas. Gracias por estar ahí, de
verdad.
—No
me despegaré del teléfono, ¿vale?—me contestó mi buena amiga antes de
despedirnos y colgar el teléfono.
Cinco
años siéndole absolutamente fiel a aquel hombre, compartiendo los malos
momentos, tratando de hacer su vida un poco mejor cada día, complaciéndolo de
tantas formas, cocinando un día sí y otro también para él -ahora entendía lo de
los túper para comer en la oficina-, ¡cinco putos años!
Sacrifiqué
mi vida laboral, mis sueños, mis amistades, y todo por una vida al lado del que
creí mi príncipe…
Dejé
la cocina y me fui al baño para quitarme la ropa manchada de harina. Miré mi
cuerpo desnudo reflejado en el espejo. Agarré con fuerza mis senos prietos y
generosos pese a mis cuarenta y cinco, y me pregunté a mí misma qué diablos
había ido a buscar mi marido en otra mujer.
¿Cómo
no lo vi? ¿Por qué no me di cuenta de que me estaba siendo infiel? ¿Tan ciega
estaba? Y, ¿desde cuándo me engañaba? Si no hubiera sido por la buena de Rocío,
seguramente jamás me hubiera enterado. ¡Qué tonta he sido!
Mientras
me duchaba no hacía mas que darle vueltas a la cabeza. Qué le diría cuando
llegase a casa, cómo iba a empezar esa conversación, qué pasaría después, qué
excusas buscaría, o tal vez ni las buscase el cabronazo. ¿Cómo compensar tantos
años de dedicación no correspondida? ¿Cómo vengarme? Vengarme… esa palabra se
quedó grabada como un eco incesante…
Puse
patas arriba el vestidor hasta dar con la ropa interior más sexi y con el
vestido rojo vino que mi marido me regaló en nuestro primer aniversario. Me
perfumé, peiné mi largo cabello ondulado y me maquillé lo más atractiva que
pude. Había llegado el momento de salir.
Como
dijo Hammurabi, Ojo por ojo, y diente por diente.
Cogí
mi coche y me fui hasta el edificio de oficinas en que trabajaba Luis, iba a
hacerle una visita sorpresa. Luis era el mejor amigo de mi marido, desde
pequeños se habían criado juntos y se llamaban hermano el uno al otro.
Estacioné
en el aparcamiento del edificio y pregunté a la amable recepcionista por la
oficina de Luis Trillo. En el ascensor
me retoqué un poco el cabello y me coloqué bien las tetas; el escote del
vestido haría el resto.
—¡Pero
bueno! ¿Qué haces tú por aquí?—saludó efusivamente cuando abrí la puerta sin
siquiera llamar y la cerré tras de mí dirigiéndome a su mesa.
—Espero
que te guste mi visita—le contesté llegando a la mesa y señalándole que no era
necesario que se le levantase de la silla de despacho
—Sabes
que esta es como tu casa, ¿qué te tare por aquí? Y, además, tan guapa.
Rodeé
la mesa hasta estar frente a él y sin decir nada y tras su natural
desconcierto, me arrodillé entre sus
piernas y comencé a desabrochar su pantalón. Aproveché bien el tiempo que
estuvo en shock para desabrochárselo, bajar la cremallera y meter su pene aún
flácido en mi boca.
Lo
cierto es que Luis dijo algo que no entendí e intentó apartarme y frenar
aquella sinrazón, pero una vez comencé a succionar con ganas y mi húmeda lengua
hacía crecer su miembro, su resistencia se vino abajo. Es curioso, cuanto más
abajo se iba su defensa, más arriba se venía su pene, y es que no hay nada como
el verdadero placer para lograr que una locura no se detenga.
Finalmente
se dejó llevar, se echó para atrás en la silla y no volvió a decir nada, solo
se le escapaban gemidos. Sentía cómo mi boca, mis dientes, mi lengua,
acorralaban y atacaban el palpitante y duro miembro de Luis, y reconozco que
era algo jugoso y suave, no en vano era la primera polla de otro hombre que
entraba en mi boca después de tantos años, y era una sensación distinta pero
muy, muy placentera.
Sus
gemidos agonizantes preludiaron aquel glorioso final que buscaban con ahínco
mis labios, mi lengua, mi boca, y su enorme placer derivó en un torrente de
semen que salió despedido contra mi garganta, y pacientemente esperé a que todo
Luis dejase de convulsionar para succionar primero y relamer después, hasta la
última gota.
Me
levanté y mientras lo miraba fijamente me relamí las comisuras y estiré mi
precioso vestido hasta no dejar ni una arruga.
—Saluda
a Enrique de mi parte cuando lo veas—fue lo único que dije antes de dirigirme a
la puerta y abandonar el despacho de Luis. Creo que no dijo nada, y si lo dijo
no me enteré.
Cogí
el coche y salí del aparcamiento con una malévola sonrisa en mi boca, pero no
estaba dispuesta a que terminase ahí el asunto. Mientras conducía no dejaba de
pensar, hasta que en un semáforo reconocí el barrio y una lucecita se iluminó
en mi cabeza. Giré en la siguiente calle y estacioné.
Recordé
que hacía unos meses estuve allí con mi marido; su sobrino Dani se había
independizado y se había ido a vivir solo a un apartamento. Subí hasta la
tercera planta, toqué el timbre, y entré cuando el chaval me invitó a entrar.
Empezaba
a divertirme con todo aquello. Miré a Dani y a su cara de sorpresa de tan solo
dieciocho añitos. Noté que estaba algo incómodo, quizás confundido de tener una
visita inesperada de su tía, y menos aún con el atuendo con el que me había
presentado. Me invitó a pasar al salón, y una vez allí, mayor fue su cara de
incredulidad cuando observó pálido como iba desnudándome por completo delante
de sus ojos.
Parecía
de piedra, sin articular palabras, con el rostro enrojecido por la vergüenza,
pero sin quitarme la vista de encima. A buen seguro que pocas veces había visto
un cuerpo así, no todos los días puedes ver unas largas piernas abiertas y
desafiantes que comenzaban en un pubis totalmente rasurado y cuya abertura cautivó
su total atención.
Tuve
que nombrarlo por su nombre dos veces para que me prestase atención, y con una
voz extremadamente sensual, pero con un tono de gran firmeza, le murmuré
lentamente:
—Ahora
te toca a ti… Desnúdate para mí…—dije, y os juro por Dios que noté hasta cómo
se le erizaba la piel -y algo más-.
Sin
embargo, ni se movió, paralizado por la situación, o tal vez por el miedo, o
vete tú a saber por qué, pero el caso es que tuve que ser yo misma la que le
quitase la camiseta y el pantalón. No dijo ni hizo nada.
Me
puse de rodillas para bajarle el bóxer, y al deslizarlo hacia abajo saltó
frente a mi cara su ya erecto y exultante pene. Lo lamí de arriba abajo, me lo
metí en la boca y lo introduje hasta el fondo de la garganta varias veces.
Estaba enorme, las venas parecían querer reventar allí mismo, y yo estaba tan
excitada ya que no pensé esperar más.
Tiré
de él hacia abajo hasta tumbarlo en la alfombra del salón. Estaba tan húmeda
que me parecía que podría correrme en cualquier momento. Era la misma emoción
que experimenté con Luis hacia un rato. Me puse en cuclillas sobre mi sobrino y
me dejé caer sobre su miembro duro y erecto. La sensación de placer que me invadió
fue inolvidable, y comprobé alegre que el chaval había comenzado a reaccionar y
por fin me cogía los pechos y acariciaba los pezones.
Era
morboso y excitante, me encantaba la sensación de tener todo el poder en aquel
momento, reivindiqué mi cuerpo de mujer con cada envite que le daba al
muchacho, metiendo hasta el fondo de mi ser aquel pene joven e insaciable. Tuve
un par de orgasmos antes de que mi sobrino no pudiera aguantarse más y me
inundase las entrañas con su semen. Cuando noté aquel cálido líquido abriéndose
camino dentro de mí, el orgasmo último que tuve fue espectacular, haciéndome
vibrar y temblar de puro placer. En ese mismo instante me sentí dueña de mi
cuerpo, de mi placer, y de mi vida.
—Tu
tío Enrique debería estar orgulloso de tener un sobrino tan machote…—le dije
con una sonrisa mientras le ponía un dedo en los labios para que no dijese nada
en aquel momento. Me levanté, y después de limpiarme en el baño, abandoné el
apartamento sin más.
Estaba
oscureciendo ya, pero decidí hacer una última parada antes de volver a casa con
mi maridito. Por esas casualidades de la vida, sabía dónde vivía el jefe de
Enrique. Aquel madurito entrado en edad, gordo y solterón, que tantos
quebraderos de cabeza le daba a mi marido, atendía al nombre de Señor García.
Toqué al timbre de la puerta y esperé a que abriese. Apareció ante mí con una
bata de un equipo de fútbol y con un gesto de arrogancia e inquisidor, aunque
al parecer me reconoció enseguida.
—¿Hay
algún problema con su esposo?—me preguntó con chulería y saltándose el saludo.
—Sí,
algo así—me limité a responderle y sonreír—Si me permite pasar, se lo explico
encantada.
El
Señor García me miraba extrañado y sin comprender nada. Me quedó claro que no
le gustaban las visitas inoportunas, pero noté su curiosidad. Se ajustó el
cinto de tela y me invitó a pasar al salón que tenía al final de un largo
pasillo. En el salón estaba la mesa llena de periódicos y revistas de todo
tipo.
—La
asistenta recoge por las mañanas cuando llega—se apresuró a decir al ver que me
había fijado en el desorden de la mesa.
—No
importa, Señor García—contesté sonriendo y sentándome de forma insolente y sin
invitación previa en uno de los sillones.
—Y
bien, dígame a qué se debe su visita—preguntó sin rodeos.
No
respondí, solo me limité a bajar los tirantes del vestido dejando mis pechos a
su vista. Sonreí con picardía al ver la cara de pasmo que puso el hombre. Me
chupé lentamente el dedo índice y fui humedeciendo mis pezones con mi propia
saliva; tal como había visto alguna vez en cierta película.
—Se…señora—dijo
el Señor García tratando de mantener firme la voz—Le tengo que pedir que se
vaya de mi casa.
—¿Ya?
Pero si aún no ha visto nada…—le contesté casi entre susurros.
Me
quité las bragas levantando el vestido hasta la cintura, y ante la cara
descompuesta del jefe de mi marido, abrí las piernas mostrándole mi sexo con
todo detalle. Con mis dedos le mostré el clítoris ya inflamado de excitación,
seguramente de la sesión que hacía un rato había tenido con mi sobrino.
Seguía
inmóvil, sin decir nada, como si le faltase la respiración, y tuve finalmente
que acercarme a él para poder arrebatarle la bata. Escondía una prominente
barriga y unos calzoncillos estampados. Me costó sacar aquel fláccido pene, y
eso que no opuso mucha resistencia el señor García. Me agaché para chupársela,
así me servía de poco, y para mi sorpresa, mi lengua tuvo el efecto esperado:
aquel miembro comenzó a crecer y a crecer incluso más de lo que me habría
imaginado.
El
hombre cerró los ojos y comenzó a emitir gemidos de placer, pero no lo dejé
disfrutar demasiado; me levanté y apoyé el torso sobre la mesa, aplastando mis
pechos contra el frio cristal y dejando mi trasero desnudo ante los ojos
incrédulos del Señor García.
—Qué…¿Qué
quieres que haga?—preguntó con inseguridad, aunque yo noté que deseaba oír la
respuesta que sabía que iba a recibir.
—Quiero
que me des por detrás—le dije, estirando mis brazos hacia atrás y colocando las
manos en mis nalgas para separar bien los cachetes de mi redondo y provocador
culo.
Aquel
hombre estaba viviendo un sueño, frente a él tenía un tesoro y una gota de
sudor le cayó por la frente. Acercó su pene a la entrada hasta hacer contacto
con mi ano. Dejó caer saliva en la unión de ambas partes y comenzó a restregar
su miembro con ansia, hasta que le pareció que estaba suficientemente húmedo y,
entonces, empujó de forma lenta sobre aquel estrecho agujero hasta que entró el
glande por completo.
Abrí
aún más mis nalgas para que pudiera meterla entera, y así lo hizo, con todas
sus ganas, moviéndose cada vez con más brusquedad, casi hasta hacerme sentir
algo de dolor. Se notaba que lo deseaba con todas sus ganas. Me cogió de los
brazos y empezamos un vaivén que acompañamos de gemidos, de gritos, de
embestidas llenas de furia, y finalmente ambos explotaos en un orgasmo de
órdago, quedando el señor García sentado y exhausto en el sofá, y yo con una
sonrisa idiota en mi boca.
—Gra…
gracias—acertó a decir el Señor García mientras me acomodaba la ropa.
Miré
con satisfacción al jefe de mi marido; era hora de volver a casa, pero sabiendo
que me había cobrado bien la venganza por aquella fidelidad que mi marido no
había respetado.
Cuando
llegué a casa vi que había luces encendidas; parecía que aquella noche no había
tenido horas extras en la oficina. Estaba impaciente por sacarle una confesión
primero, y después ver su cara cuando le contase cómo me había vengado.
En
la puerta encontré una rosa apoyada en el pomo, y junto a ella una nota: Veo
que has salido. Te espero dentro, cariño. ¡Será cabrón! Y encima con cachondeo.
Saqué las llaves llena de furia y entonces sonó el teléfono. Era Rocío.
—¿Sabes,
Puri?—dijo entre risas—Pues resulta que no era él.
—¿Qué
no era quién?—pregunté con un nudo en la garganta.
—Que
no era Enrique el que vi saliendo del hotel—volvió a reírse—Es para mearse,
¿verdad? Resulta que era un tipo clavadito a él, y encima llevaba un traje
igual al suyo. Lo estoy viendo ahora mismo salir, ja, ja, ¡necesito gafas!
No hay comentarios:
Publicar un comentario