No te Vengues en Caliente. Relato de Fran Cazorla

 

NO TE VENGUES EN CALIENTE


No me considero una vieja, ni mucho menos. Como siempre digo a las pocas amigas con las que ya me relaciono, soy una jovenzuela de cuarenta y cinco añitos, y bien orgullosa que estoy.

No me considero una vieja, pero reconozco que hay días en que me siento mayor de lo que debiera. Me casé tarde, bastante tarde para la norma, pero estoy orgullosa de haber esperado a los cuarenta, y, sobre todo, de haberme asegurado de que encontraba al hombre de mi vida.

Mi príncipe azul me dio todas las comodidades del mundo, cambió las jornadas interminables trabajando de camarera por jornadas aún más interminables en casa, pero no me quejo, en realidad no hago mucho y lo hago cómo y cuándo quiero, pero mis quehaceres diarios se redujeron a tener impecable nuestra casa y preparar la comida de todos los días.

En el primer año de casados salíamos a comer fuera todos los fines de semana, pero ahora ya ni recuerdo cuándo fue la última vez que salimos. La situación económica no está muy boyante que digamos, y tratamos de ahorrar para los malos momentos. Mi pobre Enrique es el que cada día echa más horas de trabajo; yo sigo echando las mismas.

Lo que más lamento es que mi vida rutinaria fue haciéndose más y más insulsa, y aunque no lo creáis, cuando ya apenas tienes nada que contar, hasta las amistades van desapareciendo como el humo de la olla exprés.

Por suerte aún me queda mi querida Rocío. Sé que ella jamás me abandonará porque tenemos unas vidas tan parecidas que nuestras diarias llamadas telefónicas son lo único que nos mantienen unidas e ilusionadas con atrevernos cualquier día de estos a salir y volver a comernos el mundo. Al menos, eso pensamos las dos.

Rocío vive en la otra parte de la ciudad, en la zona más acaudalada, y frente a su precioso apartamento tiene un hotel de lujo que ha llegado a convertirse en su mayor entretenimiento: es como la vieja el visillo, pero en guapa y joven. Y a mí me encantan las historias que me cuenta, esas historias que la mayoría suelen ser inventadas porque no tiene forma humana de saber quiénes son o qué vida tienen los huéspedes que entran y salen del hotel. Pero a mí me gusta cómo las cuenta. Bueno, no todas.

—Puri… me temo que las sospechas que teníamos…—Rocío hizo una pausa que me dejó esperando sin respirar unos segundos que parecieron eternos—… quedaron confirmadas anoche…

—¿Estás segura? ¿Segura de verdad?—le pregunté con la voz ya ahogada en mis lágrimas.

—Cariño, lo siento, pero lo vi salir del hotel acompañado de esa mujer…—el tono de Rocío me dio a entender que estaba preocupada por mi estado—¿Estás bien? ¿Necesitas que vaya a verte?

—No te preocupes, cariño—dejé de dar vueltas a la masa para el hojaldre de la cena. Me imaginé la cara sonriente y complacida de mi Enrique al salir del hotel—Solo necesito estar a solas para aclarar mis ideas. Gracias por estar ahí, de verdad.

—No me despegaré del teléfono, ¿vale?—me contestó mi buena amiga antes de despedirnos y colgar el teléfono.

Cinco años siéndole absolutamente fiel a aquel hombre, compartiendo los malos momentos, tratando de hacer su vida un poco mejor cada día, complaciéndolo de tantas formas, cocinando un día sí y otro también para él -ahora entendía lo de los túper para comer en la oficina-, ¡cinco putos años!

Sacrifiqué mi vida laboral, mis sueños, mis amistades, y todo por una vida al lado del que creí mi príncipe…

Dejé la cocina y me fui al baño para quitarme la ropa manchada de harina. Miré mi cuerpo desnudo reflejado en el espejo. Agarré con fuerza mis senos prietos y generosos pese a mis cuarenta y cinco, y me pregunté a mí misma qué diablos había ido a buscar mi marido en otra mujer.

¿Cómo no lo vi? ¿Por qué no me di cuenta de que me estaba siendo infiel? ¿Tan ciega estaba? Y, ¿desde cuándo me engañaba? Si no hubiera sido por la buena de Rocío, seguramente jamás me hubiera enterado. ¡Qué tonta he sido!

Mientras me duchaba no hacía mas que darle vueltas a la cabeza. Qué le diría cuando llegase a casa, cómo iba a empezar esa conversación, qué pasaría después, qué excusas buscaría, o tal vez ni las buscase el cabronazo. ¿Cómo compensar tantos años de dedicación no correspondida? ¿Cómo vengarme? Vengarme… esa palabra se quedó grabada como un eco incesante…

Puse patas arriba el vestidor hasta dar con la ropa interior más sexi y con el vestido rojo vino que mi marido me regaló en nuestro primer aniversario. Me perfumé, peiné mi largo cabello ondulado y me maquillé lo más atractiva que pude. Había llegado el momento de salir.

Como dijo Hammurabi, Ojo por ojo, y diente por diente.

Cogí mi coche y me fui hasta el edificio de oficinas en que trabajaba Luis, iba a hacerle una visita sorpresa. Luis era el mejor amigo de mi marido, desde pequeños se habían criado juntos y se llamaban hermano el uno al otro.

Estacioné en el aparcamiento del edificio y pregunté a la amable recepcionista por la oficina de Luis Trillo.  En el ascensor me retoqué un poco el cabello y me coloqué bien las tetas; el escote del vestido haría el resto.

—¡Pero bueno! ¿Qué haces tú por aquí?—saludó efusivamente cuando abrí la puerta sin siquiera llamar y la cerré tras de mí dirigiéndome a su mesa.

—Espero que te guste mi visita—le contesté llegando a la mesa y señalándole que no era necesario que se le levantase de la silla de despacho

—Sabes que esta es como tu casa, ¿qué te tare por aquí? Y, además, tan guapa.

Rodeé la mesa hasta estar frente a él y sin decir nada y tras su natural desconcierto,  me arrodillé entre sus piernas y comencé a desabrochar su pantalón. Aproveché bien el tiempo que estuvo en shock para desabrochárselo, bajar la cremallera y meter su pene aún flácido en mi boca.

Lo cierto es que Luis dijo algo que no entendí e intentó apartarme y frenar aquella sinrazón, pero una vez comencé a succionar con ganas y mi húmeda lengua hacía crecer su miembro, su resistencia se vino abajo. Es curioso, cuanto más abajo se iba su defensa, más arriba se venía su pene, y es que no hay nada como el verdadero placer para lograr que una locura no se detenga.

Finalmente se dejó llevar, se echó para atrás en la silla y no volvió a decir nada, solo se le escapaban gemidos. Sentía cómo mi boca, mis dientes, mi lengua, acorralaban y atacaban el palpitante y duro miembro de Luis, y reconozco que era algo jugoso y suave, no en vano era la primera polla de otro hombre que entraba en mi boca después de tantos años, y era una sensación distinta pero muy, muy placentera.

Sus gemidos agonizantes preludiaron aquel glorioso final que buscaban con ahínco mis labios, mi lengua, mi boca, y su enorme placer derivó en un torrente de semen que salió despedido contra mi garganta, y pacientemente esperé a que todo Luis dejase de convulsionar para succionar primero y relamer después, hasta la última gota.

Me levanté y mientras lo miraba fijamente me relamí las comisuras y estiré mi precioso vestido hasta no dejar ni una arruga.

—Saluda a Enrique de mi parte cuando lo veas—fue lo único que dije antes de dirigirme a la puerta y abandonar el despacho de Luis. Creo que no dijo nada, y si lo dijo no me enteré.

Cogí el coche y salí del aparcamiento con una malévola sonrisa en mi boca, pero no estaba dispuesta a que terminase ahí el asunto. Mientras conducía no dejaba de pensar, hasta que en un semáforo reconocí el barrio y una lucecita se iluminó en mi cabeza. Giré en la siguiente calle y estacioné.

Recordé que hacía unos meses estuve allí con mi marido; su sobrino Dani se había independizado y se había ido a vivir solo a un apartamento. Subí hasta la tercera planta, toqué el timbre, y entré cuando el chaval me invitó a entrar.

Empezaba a divertirme con todo aquello. Miré a Dani y a su cara de sorpresa de tan solo dieciocho añitos. Noté que estaba algo incómodo, quizás confundido de tener una visita inesperada de su tía, y menos aún con el atuendo con el que me había presentado. Me invitó a pasar al salón, y una vez allí, mayor fue su cara de incredulidad cuando observó pálido como iba desnudándome por completo delante de sus ojos.

Parecía de piedra, sin articular palabras, con el rostro enrojecido por la vergüenza, pero sin quitarme la vista de encima. A buen seguro que pocas veces había visto un cuerpo así, no todos los días puedes ver unas largas piernas abiertas y desafiantes que comenzaban en un pubis totalmente rasurado y cuya abertura cautivó su total atención.

Tuve que nombrarlo por su nombre dos veces para que me prestase atención, y con una voz extremadamente sensual, pero con un tono de gran firmeza, le murmuré lentamente:

—Ahora te toca a ti… Desnúdate para mí…—dije, y os juro por Dios que noté hasta cómo se le erizaba la piel -y algo más-.

Sin embargo, ni se movió, paralizado por la situación, o tal vez por el miedo, o vete tú a saber por qué, pero el caso es que tuve que ser yo misma la que le quitase la camiseta y el pantalón. No dijo ni hizo nada.

Me puse de rodillas para bajarle el bóxer, y al deslizarlo hacia abajo saltó frente a mi cara su ya erecto y exultante pene. Lo lamí de arriba abajo, me lo metí en la boca y lo introduje hasta el fondo de la garganta varias veces. Estaba enorme, las venas parecían querer reventar allí mismo, y yo estaba tan excitada ya que no pensé esperar más.

Tiré de él hacia abajo hasta tumbarlo en la alfombra del salón. Estaba tan húmeda que me parecía que podría correrme en cualquier momento. Era la misma emoción que experimenté con Luis hacia un rato. Me puse en cuclillas sobre mi sobrino y me dejé caer sobre su miembro duro y erecto. La sensación de placer que me invadió fue inolvidable, y comprobé alegre que el chaval había comenzado a reaccionar y por fin me cogía los pechos y acariciaba los pezones.

Era morboso y excitante, me encantaba la sensación de tener todo el poder en aquel momento, reivindiqué mi cuerpo de mujer con cada envite que le daba al muchacho, metiendo hasta el fondo de mi ser aquel pene joven e insaciable. Tuve un par de orgasmos antes de que mi sobrino no pudiera aguantarse más y me inundase las entrañas con su semen. Cuando noté aquel cálido líquido abriéndose camino dentro de mí, el orgasmo último que tuve fue espectacular, haciéndome vibrar y temblar de puro placer. En ese mismo instante me sentí dueña de mi cuerpo, de mi placer, y de mi vida.

—Tu tío Enrique debería estar orgulloso de tener un sobrino tan machote…—le dije con una sonrisa mientras le ponía un dedo en los labios para que no dijese nada en aquel momento. Me levanté, y después de limpiarme en el baño, abandoné el apartamento sin más.

Estaba oscureciendo ya, pero decidí hacer una última parada antes de volver a casa con mi maridito. Por esas casualidades de la vida, sabía dónde vivía el jefe de Enrique. Aquel madurito entrado en edad, gordo y solterón, que tantos quebraderos de cabeza le daba a mi marido, atendía al nombre de Señor García. Toqué al timbre de la puerta y esperé a que abriese. Apareció ante mí con una bata de un equipo de fútbol y con un gesto de arrogancia e inquisidor, aunque al parecer me reconoció enseguida.

—¿Hay algún problema con su esposo?—me preguntó con chulería y saltándose el saludo.

—Sí, algo así—me limité a responderle y sonreír—Si me permite pasar, se lo explico encantada.

El Señor García me miraba extrañado y sin comprender nada. Me quedó claro que no le gustaban las visitas inoportunas, pero noté su curiosidad. Se ajustó el cinto de tela y me invitó a pasar al salón que tenía al final de un largo pasillo. En el salón estaba la mesa llena de periódicos y revistas de todo tipo.

—La asistenta recoge por las mañanas cuando llega—se apresuró a decir al ver que me había fijado en el desorden de la mesa.

—No importa, Señor García—contesté sonriendo y sentándome de forma insolente y sin invitación previa en uno de los sillones.

—Y bien, dígame a qué se debe su visita—preguntó sin rodeos.

No respondí, solo me limité a bajar los tirantes del vestido dejando mis pechos a su vista. Sonreí con picardía al ver la cara de pasmo que puso el hombre. Me chupé lentamente el dedo índice y fui humedeciendo mis pezones con mi propia saliva; tal como había visto alguna vez en cierta película.

—Se…señora—dijo el Señor García tratando de mantener firme la voz—Le tengo que pedir que se vaya de mi casa.

—¿Ya? Pero si aún no ha visto nada…—le contesté casi entre susurros.

Me quité las bragas levantando el vestido hasta la cintura, y ante la cara descompuesta del jefe de mi marido, abrí las piernas mostrándole mi sexo con todo detalle. Con mis dedos le mostré el clítoris ya inflamado de excitación, seguramente de la sesión que hacía un rato había tenido con mi sobrino.

Seguía inmóvil, sin decir nada, como si le faltase la respiración, y tuve finalmente que acercarme a él para poder arrebatarle la bata. Escondía una prominente barriga y unos calzoncillos estampados. Me costó sacar aquel fláccido pene, y eso que no opuso mucha resistencia el señor García. Me agaché para chupársela, así me servía de poco, y para mi sorpresa, mi lengua tuvo el efecto esperado: aquel miembro comenzó a crecer y a crecer incluso más de lo que me habría imaginado.

El hombre cerró los ojos y comenzó a emitir gemidos de placer, pero no lo dejé disfrutar demasiado; me levanté y apoyé el torso sobre la mesa, aplastando mis pechos contra el frio cristal y dejando mi trasero desnudo ante los ojos incrédulos del Señor García.

—Qué…¿Qué quieres que haga?—preguntó con inseguridad, aunque yo noté que deseaba oír la respuesta que sabía que iba a recibir.

—Quiero que me des por detrás—le dije, estirando mis brazos hacia atrás y colocando las manos en mis nalgas para separar bien los cachetes de mi redondo y provocador culo.

Aquel hombre estaba viviendo un sueño, frente a él tenía un tesoro y una gota de sudor le cayó por la frente. Acercó su pene a la entrada hasta hacer contacto con mi ano. Dejó caer saliva en la unión de ambas partes y comenzó a restregar su miembro con ansia, hasta que le pareció que estaba suficientemente húmedo y, entonces, empujó de forma lenta sobre aquel estrecho agujero hasta que entró el glande por completo.

Abrí aún más mis nalgas para que pudiera meterla entera, y así lo hizo, con todas sus ganas, moviéndose cada vez con más brusquedad, casi hasta hacerme sentir algo de dolor. Se notaba que lo deseaba con todas sus ganas. Me cogió de los brazos y empezamos un vaivén que acompañamos de gemidos, de gritos, de embestidas llenas de furia, y finalmente ambos explotaos en un orgasmo de órdago, quedando el señor García sentado y exhausto en el sofá, y yo con una sonrisa idiota en mi boca.

—Gra… gracias—acertó a decir el Señor García mientras me acomodaba la ropa.

Miré con satisfacción al jefe de mi marido; era hora de volver a casa, pero sabiendo que me había cobrado bien la venganza por aquella fidelidad que mi marido no había respetado.

Cuando llegué a casa vi que había luces encendidas; parecía que aquella noche no había tenido horas extras en la oficina. Estaba impaciente por sacarle una confesión primero, y después ver su cara cuando le contase cómo me había vengado.

En la puerta encontré una rosa apoyada en el pomo, y junto a ella una nota: Veo que has salido. Te espero dentro, cariño. ¡Será cabrón! Y encima con cachondeo. Saqué las llaves llena de furia y entonces sonó el teléfono. Era Rocío.

—¿Sabes, Puri?—dijo entre risas—Pues resulta que no era él.

—¿Qué no era quién?—pregunté con un nudo en la garganta.

—Que no era Enrique el que vi saliendo del hotel—volvió a reírse—Es para mearse, ¿verdad? Resulta que era un tipo clavadito a él, y encima llevaba un traje igual al suyo. Lo estoy viendo ahora mismo salir, ja, ja, ¡necesito gafas!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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©TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS ♥ El Rincón de Xulita Minny | 5 de enero 2015