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L PRIMER DÍA que Izan entró a su cafetería de
siempre se quedó prendado de aquel ángel de ojos ariscos y del color del barro,
tanto que no acertó a pedir lo que quería, solo pudo decir «un café» y ahí se
quedó el pedido. La chica nueva dejó escapar una leve sonrisa y disimuló el
haberse dado cuenta del ensimismamiento del muchacho.
El chico
bajó la mirada, dejó el euro con veinte, cogió su vaso de café solo y se dio la
vuelta para enfilar hacia la salida. Una voz tan dulce como el azucarillo que
sostenía en una mano le hizo girar la cabeza hacia el mostrador.
—Perdona, te sobran diez céntimos —le dijo aquella chica
de cabello corto y negro como la noche.
—No importa, de propina —fue lo único que acertó a
balbucear mientras aceleraba el paso hasta la puerta.
—¡Gracias!
Aquel
café se le hizo eterno. Detestaba el café solo, él siempre lo tomaba con leche
y doble de azúcar, y aquella mañana no fue capaz de articular dos frases
completas y con sentido. A veces él mismo se parecía un idiota.
Entró en
la oficina y se sentó en su cubículo para comenzar su jornada de trabajo aún
con aquel sabor amargo y asqueroso en la boca.
—Buenos días, Izan —dijo su vecino de celda—. ¿Has visto
a la nueva camarera?
—Hola, Nico. Pues sí, vengo de allí ahora mismo.
—¿Es guapa, eh?
—No está mal —contestó intentando restar importancia al
episodio del café—. Es bastante guapa, sí.
—¿Bastante nada más? Es un bombón —parecía que iba a
comenzar a babear encima de la mesa—. ¿Y sabes? Creo que va a vivir por tu
barrio…
—¿Por mi barrio?—De repente Izan sentía la necesidad de
prestar atención—¿Y cómo sabes tú eso?
—Lo he escuchado en la cafetería. Al parecer la chica ha
pasado la noche en el hotel y hoy le han recomendado algún piso por tu zona.
—Bueno. Es un buen lugar para vivir.
La
conversación terminó de forma abrupta en el mismo momento en que el jefe entró
por la puerta. El silencio de apoderó de la oficina y todo el mundo se centró
en su trabajo. Izan se olvidó por unas horas de aquella camarera.
Al
término de la jornada pasó frente a la cafetería y miró de forma disimulada por
la cristalera, pero su ángel ya no estaba, su turno había terminado. Izan
siguió su camino. La parada inevitable en el supermercado le iba a privar de su
clase vespertina de pintura. Tendría que esperar a la tarde siguiente.
Llegó a
su piso con la sensación de siempre, de que algo se le había olvidado comprar,
pese a que iba cargado hasta arriba de bolsas y había acabado comprando más
cosas de las que necesitaba. Ya había caído la noche y tuvo que ir a tientas
hasta la cocina por no soltar las bolsas para encender la luz. Todo
convenientemente colocado en su sitio, una ducha, ropa cómoda y al sofá a ver
alguna serie.
Al
llegar a su habitación y pulsar el interruptor de la luz recordó qué era lo que
se le había olvidado: la maldita bombilla para cambiar la fundida. Se maldijo
varias veces mientras se movía a tientas entre los muebles con la única ayuda
de la luz que entraba por la ventana proveniente de las farolas, hasta que se
olvidó de su enfado al ver por el cristal algo que no esperaba. Era ella.
La chica
de la cafetería se había ido a vivir al piso del edificio de enfrente , y su
ventana quedaba a la misma altura. Por unos segundos contuvo la respiración.
Allí estaba aquella belleza de mujer, recostada en el sofá e iluminada
únicamente por la luz que emitía el televisor.
Se sentó
de forma lenta en la cama, como si no quisiera hacer ningún ruido. Se sentía
como un voyeur. Un hormigueo de culpa y deseo recorría su cuerpo, a sabiendas
de que la oscuridad de su habitación le mantenía a salvo de ser descubierto.
Y
entonces pasó. Aquella diosa de piel tenue y cabello moreno comenzó a recorrer
su cuerpo con su dedo índice. Acariciando su mejilla fue bajando el dedo muy
lento en un movimiento de zigzag por sus labios, la barbilla, y echando la
cabeza hacia atrás siguió su camino por el largo cuello hasta chocar con su
camiseta. Pero no detuvo su avance, el dedo siguió sobre la tela que se
interponía entre él y su piel, dibujando el contorno de sus pechos hasta
serpentear por la cintura y llegar hasta sus leggins. Ahí detuvo su avance para
escabullirse por debajo de la tela, el contacto de la piel con la piel
estremeció el sofá entero e Izan vio atónito cómo la chica de sus sueños
disfrutaba de unas manos que la conocían mejor que nadie. Deseó con todo su ser
convertirse en aquellas manos, pero se conformó con acompañar a su deseada en
la distancia haciendo lo propio con sus manos y su cuerpo. Inconscientemente, a
varios metros de distancia, sin tocarse el uno al otro, ambos tuvieron aquella
noche el final deseado que buscaban.
A la
mañana siguiente no fue capaz de entrar en la cafetería a por su café. Se
conformó con el horrible brebaje que salía de la máquina del pasillo. No dejaba
de decirse una y otra vez que le echara arrojo y fuera a conocerla, pero al
parecer no era tan convincente consigo mismo.
La
jornada de trabajo se le hizo eterna aquel día, no conseguía apartar de su
mente lo vivido la noche anterior. Cada vez que cerraba los ojos intentaba
imaginar, en primer lugar cómo sería la misma escena pero con aquel sinuoso
cuerpo completamente desnudo, y después qué pasaría si él hubiera sido invitado
a unirse a aquella fiesta. Varias veces en la mañana tuvo que disimular cuando
su entrepierna parecía cobrar vida propia y resultaba un tanto complicado poder
dormirla de nuevo. La última hora de trabajo la pasó mirando el reloj del
ordenador minuto a minuto. Necesitaba salir de allí ya. Ansiaba llegar a su
clase de pintura para olvidarse de aquella chica pintando unos bonitos bodegones
en tonos pastel.
Al pasar
por la cafetería lo hizo a paso rápido y sin mirar por la cristalera. Mantuvo
su cabeza recta y se fue directo a la hamburguesería. Tomaría un bocado y
saldría disparado hasta el estudio de pintura de la señora Ravassa. Tenía la
mala costumbre de llegar tarde cinco minutos y la profesora siempre le reñía de
forma cariñosa. Y al parecer, esa tarde no iba a ser una excepción.
Entró
por la puerta como alma que lleva el diablo y al igual que todos los días buscó
con la mirada a la profesora para pedir disculpas con un leve movimiento de la
cabeza, pero en esta ocasión sus ojos se detuvieron en el centro de la sala. De
espaldas a él había sentada en un taburete una chica con un vestido rojo,
morena y de pelo corto.
«No es posible. No puede ser. No», se decía a sí mismo
mientras su cuerpo se resistía a seguir dando un paso después de otro.
—Vamos, Izan, toma asiento en tu sitio y a trabajar —dijo
la señora Ravassa acompañando sus indicaciones verbales con su brazo y sonreía
como si de una madre se tratase—. El día que no llegues tarde te haremos una
fiesta.
—Lo siento, profesora—fueron las únicas palabras que pudo
articular.
Izan se
dirigió hacia su taburete y su lienzo en blanco. Al pasar al lado de la joven
un perfume embriagador le hizo cerrar los ojos por un instante, como queriendo
guardar para siempre ese recuerdo en su memoria. Llegó a su espacio y se dio la
vuelta a la par que se sentaba y levantaba la cabeza para admirar la belleza
que debía reflejar en aquel lienzo.
—Muy bien, Izan —dijo la profesora—. Ella es Ainara, es nueva en la ciudad y en
los próximo días será nuestra modelo particular. Vuelvo a agradecerle que se
prestase a ayudarnos.
«Ainara.
Así se llama. Izan estaba obnubilado, la vista fija en aquella preciosa mujer
de pelo corto y negro azabache. Estaba sentada en el taburete con las piernas
cruzadas y las manos entrelazadas sobre las rodillas, mirando al frente, ante
su público. Los labios, pintados de un rojo intenso, hacían un interesante
juego con el color del vestido, los zapatos y su blanca piel.
Comenzó
a dibujar los primeros trazos en el lienzo, era como si fuese recorriendo el
contorno de su cuerpo con sus manos transformadas en pincel. Y cada vez que
alzaba la vista era como si Ainara lo mirase solo a él, con sus ojos clavados
en los suyos, como si quiera decirle algo. Por momentos, Izan se sintió
incómodo al pensar que se estaba ruborizando como un chiquillo.
A medida
que la tarde fue pasando el sol entraba por las ventanas laterales que había
por detrás de la modelo, lo que hizo que aquel vestido de seda dejara
transparentar el contorno de su estrecha cintura y la curva que dibujaba uno de
sus senos. Ainara seguía conservando el gesto con el que había posado toda la
tarde, pero a Izan le pareció intuir una leve sonrisa de satisfacción en los
carnosos labios de aquella joven.
La clase
terminó. Mientras todos recogían Izan vio como Ainara intercambiaba algunas
palabras con la profesora y, tras despedirse con la mano de toda la clase,
abandonó el estudio por la puerta del fondo haciéndose notar con el sonido de
los tacones y el contoneo de sus caderas al andar. Era una diosa hecha carne y
hueso.
Había
sido un día bastante extraño donde casi todo el protagonismo lo tuvo aquella
mujer. Cuando no estuvo en su mente, la encontró frente a él, solo separados
por un lienzo. Volvió a casa y en cuanto entró en ella recordó que se había
vuelto a olvidar de la bombilla. Aunque «la noche anterior no la eché de
menos», pensó mientras sonreía para sí.
Desde su
oscura habitación miró hacia el piso de su vecina. Estaba todo apagado, «no
habrá regresado aún», se dijo con cierta desilusión. Se sentó en su cama para
quitarse los zapatos, y en ese instante, la luz del salón de Ainara se
encendió. Ya estaba en casa. Izan miró a su espiada. No llevaba el vestido de
hacía unas horas, iba con una blusa blanca y una falda de ejecutiva. Iba muy
elegante.
Ainara
se acercó a la ventana y se quedó observando al frente, con la vista fija en su
habitación. «No puede verte, tranquilo», se dijo a sí mismo mientras admiraba
en la oscuridad cada centímetro de aquella mujer, y cruzaba los dedos para que
no se le pasara por la cabeza correr las cortinas y acabar con su voyerismo.
De pronto Izan advirtió una sonrisa pícara en la joven
mientras llevaba sus manos hacia el pecho. Y despacio, insultantemente
despacio, comenzó a liberar uno por uno los botones de su blusa. Un camino
extremadamente sensual a través de ojales y cuentas negras por donde
transitaban los dedos de aquel ángel a la misma vez que los ojos de Izan.
Al
llegar al último botón es cuando abrió de par en par la blusa y dejó ver la
belleza de un busto semioculto por un sujetador rojo con encajes, arrancando la
incredulidad y el desasosiego de Izan. «¿Sabrá que estoy aquí? Es imposible»,
se preguntó entre una mezcla de preocupación y excitación que le hacía arder
por dentro.
Ainara
deslizó la blusa por sus hombros como si lo hiciera cámara lenta. Primero el
izquierdo. Después el derecho. Y por último, por sus brazos, hasta que la
prenda cayó al suelo. Para entonces Izan ya notaba una inusual presión en sus
pantalones que se vería obligado a solucionar más pronto que tarde. Pero el
espectáculo aún no había terminado.
Aquella
ninfa de cabello corto se dio la vuelta y, llevando sus manos a la cintura,
comenzó a deslizar la falda por sus caderas con calma y de forma sinuosa.
Conforme
la prenda se fue escurriendo por sus largas piernas, Ainara quebró la cintura y
arqueó su cuerpo ofreciendo a su público la vista de su perfecto trasero,
apenas cubierto por un tanga rojo también adornado con finos encajes.
Cuando
la falda cayó por completo al suelo la muchacha se incorporó, y aún de
espaldas, giró su cabeza hacia la ventana. Una sensual sonrisa comenzó a bailar
sobre sus carnosos labios, y una pizca de picardía brillaba en sus ojos
marrones cuando llevó sus manos hasta los broches del sujetador. «No hay duda.
Sabe que la estoy observando» se dijo Izan mientras deslizaba su mano por su
vientre hasta sumergirla en lo más profundo de sus pantalones.
La chica
prosiguió su juego, y en apenas unos segundos consiguió liberar el sujetador y
dejar desnuda su angelical espalda. Con la mano izquierda se lo quitó y lo
sostuvo un instante alejado de su cuerpo, hasta que lo dejó caer a sus pies. Y
ahí es cuando comenzó a darse la vuelta.
Ainara
se quedó frente a la ventana, su brazo derecho cubría algo sus pechos, pero de
manera que solo los pezones quedaban ocultos al voyeur. Es entonces cuando
entrecerró los ojos, frunció sus apetecibles labios formando una “U”
prolongada, y llevando su índice izquierdo a la boca, arrojó un sensual beso a
su espía. Y entonces cerró las cortinas.
Izan no
daba crédito a lo que acaba de pasar. «¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué tiene que
dejarme así?» Por un momento pensó muy en serio en salir del piso, cruzar la
calle y entrar en el edificio de enfrente hasta dar con el piso de aquella
malvada mujer.
Al final se conformó con seguir con su onánico
juego y una extraña mezcla de excitación y cabreo.
A la
mañana siguiente, Izan continuaba molesto con el malvado juego de la noche
anterior, y eso le dio el arrojo suficiente para, esta vez sí, ir a tomar su
café antes de entrar al trabajo. Aguardó paciente en la cola de la cafetería
hasta que estuvo frente a frente ante aquella arpía que le estaba quitando el
alma segundo a segundo.
—Buenos días —dijo Ainara con una amplia sonrisa—. ¿Qué
va a tomar el señor?
—Café con leche y doble de azúcar —contestó Izan de serio
y secante.
—Enseguida le pongo… —Ainara sonrió de la misma forma
picarona que la noche anterior—. Perdón,
quería decir que enseguida se lo pongo.
Izan se quedó perplejo. Dudaba si aquella chica jugaba
con él o lo estaba castigando por haberla espiado la otra noche desde su
ventana.
—Es un placer el servicio que te dan las camareras
aquí—contestó de forma sarcástica.
La joven dejó en el mostrador el vaso de café con leche,
la cucharilla y dos sobres de azúcar, y cogió el billete que le dio Izan para
irse a buscar el cambio.
—Gracias —dijo el chico mientras cogía su cambio, la
pequeña bolsa con el café y el azúcar, y salía por la puerta. Ainara seguía con
su sonrisa de diablesa.
Llegó a
su puesto de trabajo y se sentó frente a su ordenador. Se sentía algo indignado
por la forma que tenía aquella chica de comportarse con él. Sacó el vaso de
café y lo dejó sobre la mesa. Entonces vio que había algo escrito. Confieso que soy muy traviesa… Esta noche
posaré para ti. 2ºC. A Izan le costaba creer lo que le estaba pasando.
Parecía más una película que su vida real. «Pues si quiere posar para mí,
posará para mí» se dijo convencido de ganar la batalla.
La clase
de la señora Ravassa se le hizo lenta, muy, muy lenta, pero nada más terminar
cogió uno de los lienzos en blanco que había en las estanterías, un caballete y
su maletín de pinturas.
—¿Vas a pintar algo en casa, Izan? —preguntó la profesora
con un tono que denotaba la ilusión de ver tanto interés en uno de sus alumnos.
—Pues sí, me siento inspirado y creo que esta noche
saldrá algo muy bueno.
—Ese es el espíritu que quiero ver en vosotros. Ya me
contarás.
—Hasta mañana, profe.
Pese a
que todo parecía ir sobre ruedas, le costaba creerse del todo lo que le estaba
pasando aquellos días. Por la razón que fuese, estaba claro que entre ellos dos
había química de sobra como para volar de puro placer aquella noche. El camino
hasta el barrio lo hizo fantaseando mil y una maneras de disfrutar de aquella
joven tan atractiva y que parecía interesada en él. Habían pasado demasiados
meses desde su última aventura y ya necesitaba alguna caricia femenina.
Tocó el
portero automático y al segundo la puerta se abrió. Estaba esperando que sonara
el timbre tanto como él para volver a verla. Obvió por completo el ascensor,
pese a cargar con el lienzo, el caballete y el maletín, las escaleras le
parecían la opción más rápida.
Cuando
llegó al rellano, Ainara estaba apoyada en el marco de la puerta, dejando ver
únicamente la mitad de su cuerpo, cubierto por un fino vestido blanco que le
cubría hasta los muslos.
—Podías haber subido en el ascensor… —dijo la chica con
una cálida sonrisa—. Te noto cansado…
—No importa. Es bueno hacer ejercicio de vez en
cuando—contestó una vez que recuperó el aliento—. Buenas noches, Ainara.
—Buenas noches, Izan —la chica le indicó que pasara—.
Encantada de conocerte.
—Lo mismo digo —se acercó a ella y la besó en el rostro,
muy cerca de los labios. Un beso corto pero cargado de deseo.
—Vamos al salón —conminó al chico para que la siguiera—.
Quiero que me pintes posando en ese sillón que tanto te gusta…
—Entiendo… —Izan alucinaba con lo directa que era aquella
chica.
El
artista colocó su caballete con el lienzo frente al sofá y sacó sus cosas del
maletín. Mientras, la modelo se sentó, y dejó las piernas cruzadas y apoyadas
en el reposabrazos.
—¿Así está bien? —preguntó de forma seductora.
—Así está muy bien. Ahora solo tienes que quedarte
quietecita y comenzaré a hacer los bosquejos.
Ainara
suspiró despacio y mostró una pícara sonrisa. Izan comenzó su trabajo como si
intentara disimular cada una de las cosas que pasaba por su mente. Aquel
vestido era tan fino que parecía no existir. Dejaba poco a la imaginación, y se
podía intuir a la perfección que aquella diosa no llevaba nada debajo de la
tela.
Intentaba
por todos los medios no parecer desesperado, ocultar el deseo irrefrenable que
sentía de abalanzarse sobre ella y recorrer cada centímetro de su cuerpo,
sentirla suya y gozar ambos del placer que podían y deseaban darse.
Los
minutos comenzaban a transcurrir demasiado lentos, Izan intentaba, aunque sin
lograrlo, mantener su atención en el lienzo, y Ainara cerró los ojos y se
sumergió en sus pensamientos. Se dejó llevar y comenzaron a sonrojársele las
mejillas, y poco a poco fue deslizando el vestido y dirigió su mano hacia el
interior de sus muslos. Un gemido de aquella joven despertó de su letargo a
Izan, que se quedó mirando con atención como su bella ninfa se había puesto a
jugar sin invitarlo.
El
artista dejó sus pinceles de lado y se acercó a la modelo con determinación.
—Creo que necesitas ayuda, pequeña traviesa —le susurró
mientras hundía su mano en busca de lo mismo que ella ansiaba.
Ainara
sintió un poco de vergüenza al verse descubierta, pero agradeció de inmediato
la mano de Izan, y ella misma la guio por el camino que debía recorrer. Sus
ojos se miraron un instante antes de volverlos a cerrar y dejar que sus bocas
se encontraran sin ayuda de nadie. Los amantes saborearon sus labios, mordieron
con suavidad y sus lenguas se buscaron para entrelazarse.
Ainara
arrancó lo más rápido que pudo la camiseta de su artista dejando su piel y su
musculatura al descubierto para poder sentirla con sus propias manos. Izan no
esperó más y comenzó a subir el vestido lentamente, con la complicidad de
Ainara al arquear su espalda para que la fina tela se deslizase hasta arriba y
estirando los brazos para dejar su cuerpo completamente desnudo para él.
Izan
recorrió con sus dedos el camino imaginario lleno de las preciosas y turgentes
curvas de aquellos pechos firmes y ávidos de caricias, para después deshacer el
mismo camino pero usando la boca y la lengua. La respiración de Ainara le
indicaba que estaba lista para recibirle, pero antes de nada, llevó su dedo
índice a los carnosos labios de la muchacha y con un leve movimiento de la
cabeza le dio a entender que el momento aún no había llegado, primero se
cobraría su pequeña venganza.
La giró
hacia él y prosiguió el camino que había iniciado con anterioridad, dando a
entender que esta vez no pararía hasta llegar a su parada, recorrió con la
lengua cada milímetro de piel de su vientre hasta que hundió la cara en el
extraordinario calor de los muslos de Ainara. Lo recorrió todo hasta que llegó
al centro del placer de la joven. El efecto fue inmediato, aquella preciosa
mujer sintió morir exhausta de placer entre los labios de aquel hombre.
Ella
buscó su rostro para agradecerle y comenzar con la segunda parte del juego,
pero Izan no la dejó. No pensaba detenerse. Se abalanzó sobre su boca y
mientras la besaba con una pizca de brusquedad, jugueteaba con sus senos.
Ainara lo sujetaba por la cintura, obligándolo a presionarse contra su cuerpo a
la vez que iba bajando poco a poco los pantalones de su amante. Quería liberar
aquello que libertad ansiaba; tanto como el deseo que tenía ella de tenerlo
dentro de sí.
En
cuanto tuvo en su poder el objeto de su deseo, no esperó más y con sus mismas
manos lo invitó a entrar y a hundirse en lo más húmedo de su ser. Cada
embestida de su amante era un golpe de placer más intenso que el anterior.
Agarraba con fuerza los glúteos firmes de aquel artista, como si no quisiera
que se escapara, y sentía el vaivén de sus pechos a cada acometida. Sus ojos se
fundieron en una misma mirada y sus respiraciones se perdieron en una ola al
compás de aquel ritmo que solo buscaba el máximo placer. Sus piernas se
tensaron, sus rostros reflejaron una oleada de sensaciones, sus ojos brillaron
de plena satisfacción y llegaron al clímax con unos gritos desgarradores de
placer.
Y así se
quedaron por un buen rato, unidos como uno solo, abrazados piel contra piel,
besándose y sintiendo el sudor de la satisfacción en sus cuerpos.
—Sin duda, es el mejor cuadro que he pintado en mi
vida—dijo sonriendo mientras miraba con atención los tremendos ojos marrones de
Ainara—. Pero me gustaría pintarlo una y otra vez hasta que me quede vida…
Píntame.
Relato que formó
parte de
la antología 12
Caricias.
Erea Ediciones, 2014
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