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ANOLO LLEGÓ al edificio donde vivía Maripili y
esta vez subió sin tocar siquiera al portero automático, necesitaba verla
cuanto antes. Tocó al timbre y esperó. Notó cómo ella se acercaba cautelosa a
la puerta y miraba por la mirilla. Él le sonrió sin más y la puerta se abrió
encontrándose en frente a aquella bella mujer. Sin decirse nada, se abrazaron y
se besaron con ganas.
—¿Cómo estás, reina? —le preguntó Manolo con gesto algo
preocupado.
—Estoy bien, ¿y tú? —contestó ella mirando las heridas de
su mano.
—No es nada, no te preocupes. No esperaba conocer así a
tu ex, la verdad.
—Lo siento mucho, yo tampoco esperaba que esto pasara.
Últimamente está demasiado pesado, pero en el fondo no es mala persona.
—Que sea como quiera, pero que se ande con cuidado, hay
cosas que no me gustan nada.
—Ya me he dado cuenta, ya. —Maripili se abrazó a él con
fuerza.
Maripili
había preparado de comer unos solomillos al Pedro Ximénez que hicieron que
Manolo se chupara los dedos. Aquella mujer era perfecta, incluso cocinaba de
escándalo. El almuerzo los relajó a los dos, olvidaron lo ocurrido y pasaron la
tarde acurrucados en el sofá, viendo la película favorita de ella. No era el
estilo de Manolo, pero no protestó, la vio con su chica entre los brazos.
—¿Qué te ha parecido? —le preguntó al terminar, mirándolo
con atención para ver su gesto al contestar.
—Muy bonita, lo reconozco, aunque yo soy más de las
películas de acción.
—Oye, ¿quieres que vayamos ahora al cine? Estoy seguro de
que hay alguna de esas que te gustan a ti.
—¿Y la verías por mí?
—Ey, pues claro, que a mí también me gustan los tiros.
Pero elijo yo.
—Trato hecho.
Estacionaron
el coche en el parquin del centro comercial y subieron hasta el pasillo que
conducía a los cines. Iban paseando con tranquilidad, Manolo colocó la mano en
la cintura de ella, y Maripili le correspondió metiendo la suya en el bolsillo
de atrás del pantalón. Le encantaba tocar su culo, duro como una piedra, y, de
vez en cuando, no se contentaba con tocar, tenía que apretar sus nalgas
también. La volvía loca.
—¡Invito yo! —dijo Maripili. Se soltó de él y se adelantó
hasta la ventanilla para sacar las entradas.
Manolo
tenía la vista fija en ella. Estaba muy provocadora esa noche. Aquella falda
corta de color blanco le hacía un trasero espectacular, el tanga ayudaba a ello
también, y la blusa fina que escogió dejaba transparentar el sujetador negro
que mostraba un escotazo de infarto.
—Hay poquita gente en la sala, y ¿sabes? He escogido las
butacas de la última fila —le dijo Maripili cuando llegó hasta donde él estaba.
—¿Y eso? —preguntó aún imaginándose la respuesta.
—Por recordar tiempos de juventud, supongo. Y porque hay
más espacio entre filas…
Se sentaron en sus butacas y se
cogieron de las manos. Cruzaron sus labios nada más se apagaron las luces. Al
principio se contuvieron, los besos no pasaban de un mero contacto, pero poco a
poco sus labios se fueron abriendo más y más, dejando paso a unas lenguas que
se buscaron deseosas.
Sus manos comenzaron a volverse
juguetonas, la excitación de ambos iba en aumento, aquel beso parecía no querer
llegar a su fin. Maripili sintió cómo una de las manos de Manolo buscaba sus
pechos por debajo de la blusa, mientras la otra se posaba en su muslo, sobre la
minifalda, y ella no puso impedimento a los movimientos de las manos de Manolo.
Maripili
se aventuró a sentir de nuevo en su mano la dureza del trasero de su albañil, y
con la otra quiso sentir otra dureza diferente, aquella que ella misma estaba
provocando y que sentía cómo crecía bajo sus caricias. Aquello la excitó, ver
el efecto que provocaba con sus manos mientras que Manolo alcanzaba uno de sus
pezones y lo pellizcaba, la estaba poniendo muy caliente. La otra mano de
Manolo ya se estaba ocupando de la cara interna de los muslos de Maripili, pero
no se detuvo ahí, siguió subiendo, ella le dio el permiso necesario abriendo
ligeramente las piernas, a la vez que de su boca escapaban suspiros capaces de
excitar a cualquiera.
Por su parte, ella había
desabrochado el pantalón y bajado la cremallera, metiendo su mano en el
interior y tocando directamente el tesoro que estaba buscando. La mano de él
continuaba avanzando en busca del suyo, y al fin llegó al fino triangulito de
tela que hacía de única protección de su intimidad.
Maripili comenzó el vaivén con su
mano, y Manolo lo agradeció apartando la tela y masajeando la parte más
sensible de ella, formando pequeños círculos que trazaban el límite del placer
de la mujer, hasta que uno de sus dedos se coló dentro con facilidad. Miraba a
las filas de delante, por si alguien giraba la cabeza o los escuchaba, pero el
resto de espectadores estaban atentos a la gran pantalla, aunque a ella le
interesaba más su propia película.
Sin pensarlo dos veces, se arrodilló
entre los asientos. Lo miraba con deseo, no sabía qué le estaba pasando, nadie
la tocaba en su entrepierna, pero aun así, la sentía arder. Un cosquilleo
recorría sus muslos a la vez que comenzaba a lamer con suavidad el pene de
Manolo, lo recorría de arriba abajo a la vez que sus manos subían y bajaban por
el duro y erecto miembro. Estaba tan caliente que no necesitaba que nadie la
tocase, era como si a cada lamida sintiera ella misma el placer que le estaba
dando a su albañil. Observaba los efectos que su trabajo provocaba en el rostro
de Manolo, dejó sus manos quietas, y cuando él la miró, ella abrió la boca y se
la introdujo entera.
Ahora el trabajo de las manos lo
hacía con la boca. Sus labios se curvaban hacia dentro cada vez que se
introducía el miembro entero, hasta que sentía cómo tocaba su garganta, y
paraba. Comenzó el movimiento inverso, y sus labios se curvaron hacia fuera
hasta que sentía la punta cerca de sus dientes, dejando que lo rozasen, para
acabar el movimiento en una especie de beso. Para Maripili era como cuando una
niña se saca un caramelo de la boca. Manolo se estaba volviendo loco, faltó muy
poco para que no aguantase, y si lo logró fue porque la agarró del pelo para
detener la tortura tan placentera a la que lo estaba sometiendo, haciéndole
saber que no quería acabar tan pronto. Maripili se puso en cuclillas, se dio
cuenta de que estaba muy mojada, que quería más, necesitaba más. Manolo se
acercó a ella y le susurró al oído que quería hacerlo allí mismo, en aquella
misma butaca, quería sentir el calor de su interior en aquel mismo momento.
La respuesta de ella fue
incorporarse y comenzar a bajar el tanga, hasta que cayó al suelo. Manolo la
cogió de los muslos y le hizo darse la vuelta, quedando de pie mirando la
pantalla y él sentado en la butaca. Comenzó a levantar lentamente la falda de
Maripili hasta dejar libre su precioso culo. Ella no esperó más, y despacio se
fue sentando sobre las piernas de él, separando las suyas todo cuanto podía.
Manolo tocaba la entrada de su sexo con una mano mientras que con la otra fue
guiando su miembro para que, al sentarse Maripili, se lo fuera clavando muy
despacio, hasta que lo tuvo todo dentro y sintió los muslos de él en sus
glúteos.
Un gemido se escapó de su boca
cuando la agarró de las caderas y comenzó a moverla en movimientos sinuosos que
ella continuó, apoyando las manos en el reposabrazos, subiendo y bajando su
cuerpo, envolviendo y apretando con su sexo el miembro de Manolo. Se esforzaba
de vez en cuando en mirar por si alguien los veía, pero a esas alturas ya no le
importaba, esa tensión de ser pillados, ese nerviosismo, no era más que algo
más de morbo que hacía que se humedeciera más.
Estaban llegando al clímax, Manolo
le susurraba que no aguantaba más, sus manos recorrían los pechos de Maripili,
su cintura, su cuello; sus dedos se introducían en su boca, recorrían su
rostro, mientras ambos se esforzaban en ahogar sus gemidos para no ser
descubiertos.
Los últimos envites fueron los
mejores, sus movimientos eran ya tan salvajes que acabaron teniendo el orgasmo
los dos a la vez. Maripili se dejó caer hacia atrás, recostada sobre Manolo,
jadeante y exhausta como su amante; no pudieron asegurarlo, pero les pareció
que el resto de espectadores se percataron de lo que hacían.
Un rato después ella se levantó y
fue Manolo el que le puso el tanga antes de que se sentara de nuevo en su
butaca y acabaran de ver la película entre miradas en la penumbra de la sala y
alguna que otra risa cómplice.
Al terminar la proyección y salir de
la sala, una amable azafata estaba haciendo una encuesta sobre qué les había
parecido la película. Ellos se miraron a los ojos, dejaron escapar una sonrisa
y contestaron a la vez:
—¡Inolvidable!
Una
de cine.
Relato
que forma parte del libro
Empotrada
por amor.
.
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